Esta última semana ha sido una de furia, desplante, destemplanza, invectiva y perorata desde el atril presidencial. Descompuesto y fuera de sí por la andanada de noticias malas, de investigaciones periodísticas en medios importantes en el extranjero y las críticas que generó su decisión de otorgar -en esta coyuntura global y a horas del probable asesinato del opositor ruso Alexey Navalny en una cárcel siberiana- una entrevista zalamera a quien fuera vocera y propagandista en español (quien argumente que ya dejó de serlo es de entrada ingenuo) del principal medio del Estado ruso, el Presidente López Obrador llegó al extremo de abusar de la palestra de Palacio Nacional -y de los recursos y dependencias del Estado mexicano- para intimidar y acosar a la prensa. De paso, y no es coincidencia, volvió a cargar contra quienes cuestionamos aspectos puntuales de su gestión, en mi caso particular, la negligencia profesional en su deplorable conducción de la política exterior, su vandalismo diplomático y su total ausencia de brújula moral y de norte geopolítico. No soy periodista, pero tengo voz y una opinión, y he sido víctima de calumnias y diatribas desde el púlpito presidencial. Son asuntos que son comprobablemente falsos y que han sido repetidos por el presidente, causándome un daño personal considerable. Por ello, además de citarlo con el título de esta columna, lo parafraseo: no calumnie, presidente, si no tiene pruebas.

El presidente hizo una serie de aseveraciones en sus conferencias de prensa matutinas del 22 y 23 de febrero acerca de mi persona, sobre las que subrayo lo siguiente:

  1. Desde hace ya varios años, el presidente ha incurrido de manera regular y persistente en difamarme con una mentira en particular, vinculándome con la empresa Hildebrando y el proceso electoral de 2006. Lo volvió a hacer la semana pasada.
  2. Es falso: yo no tuve relación laboral o profesional alguna -o de cualquier otra índole- con dicha empresa, como sostiene el presidente. No conozco al Sr. Diego H. Zavala, ni tuve o he tenido trato alguno con él o con socios o directivos de esa empresa.
  3. Es falso: jamás interactué, en coordinación o sinergia, con dicha empresa ante ningún otro tipo de entidad u organización durante el período previo a las elecciones de 2006, o en cualquier momento anterior o posterior a la precampaña, o durante la campaña misma o el período de poscampaña y transición. Me incorporé al equipo de campaña de quien resultaría vencedor de los comicios de 2006 hasta el 19 de febrero de ese año, después de pedir y obtener licencia del Servicio Exterior Mexicano para separarme temporalmente del cuerpo diplomático de carrera y de mi cargo como Cónsul General en Nueva York, titularidad que desempeñaba desde febrero de 2003. Mis responsabilidades en la campaña estaban circunscritas a la agenda y vocería internacionales y a la formulación de la propuesta de política exterior.
  4. Es falso: yo no participé o jugué papel alguno en un "fraude” electoral que el presidente afirmó el 22 de febrero se dio en 2006, o en el “sistema de cómputo para el fraude”, como aduce él.
  5. Es falso: no, no existen pruebas -como también aseveró el 22 de febrero- de todo lo anterior. No hay tales, porque es una mentira. Simple y llanamente.

Más allá de este apunte personal, es preocupante ver al presidente cada vez más irritado, intolerante y agresivo. Cualquier opinión crítica a su gestión se atribuye a una resistencia a la “transformación”, a un interés ilegítimo u obscuro o a una identidad o nexo reprochables. Y su reacción es escorar aún más la narrativa y el discurso presidenciales. Las palabras crean mundos. Y las palabras de un líder siempre importan. El tono importa. Los hechos importan. Los matices importan. La templanza importa. En ciencia política hay una cosa que se llama la ventana Overton (por el científico político que acuñó el concepto); describe cómo la viabilidad política de una idea se define básicamente por la capacidad de recorrer un tema de lo inaceptable a lo aceptable (en el discurso o las políticas públicas). Para cada momento en el tiempo, esta ventana incluye un rango de posturas aceptables de acuerdo al estado de la opinión pública, que un político puede propalar sin ser considerado demasiado extremista. Pero de tanto repetir una tesis, la normaliza para un sector de la opinión pública, recorriendo hacia un extremo esa ventana de lo que es aceptable. Eso es precisamente lo que líderes como López Obrador -o para el caso, su “amigo” Trump- han venido haciendo con su discurso y su embestida constante a los medios, a las ONG y a sus críticos. Y López Obrador siempre ha entendido que una mentira vívida es más llamativa que una verdad aburrida.

A la política esgrimida desde el atril presidencial le sobran excusas, “otros datos”, descalificaciones y afrentas y le faltan razones, datos duros, argumentos y consensos. Al igual que un ecosistema sobreexplotado, el panorama político nacional cada vez más polarizado y tribalizado está experimentando una pérdida catastrófica de diversidad que amenaza la resiliencia no solo de nuestra democracia, sino también de la sociedad misma. Pocas cosas hay más importantes yendo hacia adelante que el legado que dejará esta dinámica tóxica en la conversación pública. Escuchar, respetar, tolerar, ayudar, entender, conversar, ceder, conciliar, concertar, acordar, construir, negociar, avanzar; si alguien encuentra por ahí estos verbos -ausentes del discurso presidencial- avísenles por favor que hoy la democracia mexicana los anda buscando desesperadamente. Ojalá que después de esta tormenta, el país sea capaz de recuperar diálogo y el respeto en el desacuerdo.

Consultor internacional, diplomático de carrera durante 23 años y embajador de México

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